Detrás de cada preso se esconde una historia. Mientras más tiempo llevan recluidos, más tienen que contar, no solo de su estadía en la penitenciaria, sino también de sus añoranzas, nostalgias y hasta mensajes aleccionadores que invitan a la reflexión.
Estar privado de libertad representa una situación difícil, pero cuando ese encierro llega casi a la pena máxima de 30 años, como le ha ocurrido a Juan Arsenio Guerrero Santana, a quien apodaron en la cárcel “Juan 30”, la estadía puede tornarse angustiante. Sin embargo, como no hay elección, han tenido que adaptarse, muchos refugiándose en la fe en Dios.
Seis condenados a 30 años cuentan cómo se han adaptado a vivir tras las rejas. Hoy presentamos el caso de “Juan 30”, quien tiene 28 años y 11 meses en prisión por feminicidio. Le negaron la libertad condicional en las tres ocasiones que la solicitó, porque los jueces entendieron que no estaba preparado para obtener su libertad.
Oriundo de Baní, ingresó a la cárcel el 15 de abril de 1989, cuando tenía 25 años.
Ahora con 53 años de edad, y dentro de poco cumplirá 29 tras las rejas.
Ha recorrido ocho cárceles, la mayoría del sistema tradicional, en algunas por más de una vez. Varios traslados se hicieron a petición del reo.
En la primera cárcel donde empezó a cumplir la pena fue en la antigua de San Cristóbal, llamada El Polvorín, donde permaneció 2 años. De ahí fue enviado a la de Baní, luego lo volvieron a trasladar a San Cristóbal, de ahí a la del 15 de Azua, de donde nuevamente lo regresaron a la de Baní; después a la cárcel de Azua Vieja, y a La Victoria. Finalmente, en las tres últimas correspondientes al nuevo modelo penitenciario: Haras Nacionales, Monte Plata y Najayo Hombres, donde se encuentra desde hace cinco meses.
“Yo pedía mi traslado cuando me sentía un poco incómodo, para buscar más comodidad y estar más tranquilo”, responde a la pregunta de por qué tantos traslados.
Cuenta que a veces algunas cárceles estaban muy congestionadas, y que por eso solicitaba un cambio para estar en un lugar con más espacio.
En las cárceles de San Cristóbal y Baní se desempeñaba como “llavero”, porque se ocupaba de llevar a los presos a las celdas a acostarse. Dice que esa responsabilidad se la asignaron por la confianza que le tenían los militares.
Cuenta que en la época cuando cayó preso las cárceles eran muy violentas, aunque aclara que nunca incurrió en agresividad. Sostiene que ha tratado de mantener la tranquilidad y su mente estable, para no tener problemas con sus compañeros de prisión.
“Pido a Dios no volver a caer preso jamás”, implora, mientras inclina la cabeza y la mano izquierda hacia arriba.
Asegura que nunca pensó en fugarse.
“Yo deposité mi confianza en Dios, y le pedí que me ayudara a terminar mi cárcel, para yo salir sin tener problemas con nadie”, relata.
Desde 1996, cuando un tribunal lo condenó a 30 años, empezó a pensar que su estadía en la cárcel iba a ser para largo. Y así ha sido.
Sin embargo, pese a todo el tiempo que ha durado, afirma que no se ha acostumbrado a estar en prisión.
“No me he mantenido amañado al sistema, porque si me amaño al sistema así mismo voy a pensar cuando esté en la calle, pensando que estoy preso”, sostiene.
Con frecuencia sus amistades le preguntan por teléfono cuándo es que va a salir, con expresiones como “muchacho, pero cuándo es”.
Extraña los trabajos agrícolas que realizaba fuera de la cárcel, a su familia y amigos. Le gustaba compartir con su familia, y con sus compañeros agricultores.
“Con los trabajadores compartía en la casa, haciendo comelonas; hacíamos unos sancochos entre los hombres y las mujeres ligados ahí y todos los amigos juntos. Son unos momentos que a veces recuerdo y me digo: quisiera estar al lado de fulano para hacer esos sancochos”, manifiesta.
Esa comida, refiere, la preparaba cuando estaba en otras cárceles donde se les permite cocinar, a las cuales llama “cárcel rural”.
Era joven cuando cometió el crimen.
Rememora que durante los primeros días a su mente l l e g a b an ideas negativas.
“Yo pensaba en m u c h a s cosas malas, en contra de mi vida, pensaba en cómo yo cometí este error… cuándo voy a salir”, expresa.
Dice que los presos le pusieron el apodo de “Juan 30”, y que con él se ha quedado.
“Yo me puse a recapacitar: ya cometí un error, lo que tengo es que buscar avenencia con los demás internos; en los demás centros los demás internos me conocen y dicen: llegó Juan 30”, cuenta.
Comenta que nunca ha pensado fugarse de ninguna de las cárceles.
“Cuando ya usted sabe que tiene una condena definitiva no puede tener su mente enfocada en cómo puede salir de ahí (fugarse); yo lo que pienso es en mi familia y cómo mantenerme para cumplir la condena”, señala.
Se entretiene mirando televisor, en lo que sostiene se le va el tiempo, sin pensar en acciones negativas, porque enfatiza que “uno no debe pensar en nada malo”.
Sobre su estadía en Najayo, relata que ya a las 9:00 de la mañana el desayuno está listo, a las 11:00 de la mañana la comida y a las cuatro de la tarde le sirven la cena.
“El preso nada más piensa en comida en la cárcel, comida, y estar bien, y si está enfermo tener sus medicamentos.
Porque el interno no necesita nada más”, considera.
Le ha gustado el sistema de Najayo, porque dice allí se tratan los internos bien y se le brinda apoyo, lo cual entiende no permite que los presos piensen en ver cómo atracan a otro, como dice ocurría en otras cárceles.
Indica que en algunas cárceles donde ha estado se usaba mucho llevarse cualquier cosa que otro presidiario dejara mal puesta. Empero, expresa que le gustaba la cárcel tradicional porque allí podía negociar para tener su dinero.
Narra que siempre tuvo un colmadito, de lo cual se mantenía, además de lo que enviaba su madre, que murió estando él preso.
Ahora cuenta que gana dinero haciendo mandados a otros presos, lavándole algunas ropas o comprándole algo en los negocios que hay en el recinto.
Dijo que en Najayo no tiene un colmado porque no lo permiten. Algunos hermanos y tipos que viven en Nueva York es que a veces le envían algo de dinero.
“Yo tenía mi colmadito siempre para ayudar a mi mamá”, puntualiza. Cuando su madre murió estaba recluido en la cárcel de San Cristóbal y le dieron permiso para que asistiera al velorio.
Pero se lamenta que no pudo lograr ir al funeral de su padre porque, aunque solicitó el permiso, no se le concedieron.
En ese tiempo recuerda que estaba recluido en la cárcel del 15 de Azua.
Afirma que no se sintió mal por la decisión de las autoridades de negarle esa facilidad, porque es un momento que debe reconocer que es un preso.
Dice que hay cárceles donde se les permite ir a ver a sus padres a un hospital o acudir a un velatorio, pero que en otras no.
Asegura que su familia no lo ha abandonado y que sus amistades no van a verlo, pero preguntan por él.
“Doy gracias a Dios que me ha dado salud y voy a salir vivo”, expresó Juan “30”.
AÑORA SU LIBERTAD
“Juan 30” confía que ya llegó al centro donde realmente obtendrá su libertad, porque afirma que en Najayo ayudan mucho a los internos, debido a que si no están estudiando, están trabajando en un taller o haciendo algo en la cocina.
“Aquí siempre estamos ocupados”, asegura.
Considera que si hubiese llegado antes a Najayo, ya se hubiera ido para su casa.
No está alfabetizado y justifica que no haya estudiado porque estaba en cárceles “rurales”.
Ahora en Najayo es que se ha animado a inscribirse, pero aún no ha empezado.
Narró que cuando estaba niño iba a la escuela, pero que no avanzaba de curso porque los mismos profesores lo mandaban a su casa porque decían que era muy agresivo “Entonces, yo le decía a mi mamá que no iba a ir a la escuela, y me iba para las lomas, de Baní a echar día”, dijo.
En los últimos años fue que se preocupó por realizar cursos. En el centro de Monte Plata, donde estuvo dos años y dos meses, realizó cursos de ebanistería, electrodomésticos, de siembras y de velas y velones.